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  • Foto del escritorPeregrino Errante

Un viaje a dedo por el Kurdistán iraní

Miro por la ventana el trigo amarillo que decora la desértica montaña. Es la tarde y tengo doce horas de viaje hasta llegar a Tabriz, último destino antes de abandonar Irán, se me acaba la visa y el calor no me deja seguir avanzando. Vuelvo hacia atrás y con cierta nostalgia repaso mis días en el Kurdistan iraní.


Llegué a Sanandaj, la capital del Kurdistán en Irán, temprano en la mañana diez días atrás. Caminé por la ciudad haciendo tiempo hasta encontrarme con Navid, mi anfitrión y amigo, quien estaba tomando exámenes en la universidad. Navid es profesor e investigador en la Universidad de Sanandaj, trabaja apasionadamente en la protección y conservación del medio ambiente y la biodiversidad en Irán. Pasé unos días increíbles con él y su hermano quienes me llevaron a conocer las montañas y lagos cercanos a la ciudad, me contaron en detalle los pormenores de su trabajo y la dificultades que debían soportar en su lucha por proteger los ecosistemas y animales en peligro de extinción.





Como mi intensión era conocer la cultura y tradiciones kurdas desde su cotidianidad, el día que dejé Sanandaj le pedí a Navid que me llevara en su auto a las afuera de la ciudad para arrancar mi travesía a dedo por los caminos montañosos, que lindan con la frontera con Irak, y recorrer los pequeños pueblos y ciudades habitados por los kurdos hasta llegar a la ciudad de Kermanshah.


En todo el viaje a dedo por esta zona no tuve que esperar más de 4 minutos controlados por reloj. El solo hecho de caminar al costado de la ruta con mi mochila era suficiente para que la gente se frene y se ofrezca a llevarme. Desde el primer minuto que salí a la ruta los augurios eran buenos y llegué a mi primera parada a la hora del almuerzo.


Mariván, el primer destino en esta travesía a dedo por el Kurdistán luego de Sanandaj, fue una sorpresa para mi. Un pueblo ubicado junto al lago Zeribar, a solo 20 km de la frontera con Irak y con una infraestructura venida abajo con relación a las demás ciudades persas, que con el tiempo entendería el por que, y con una cultura, tradiciones y vestimentas completamente distintas a los demás sitios del país.





El Kurdistán iraní es la región reclamada y habitada por el pueblo kurdo en el oeste del país comprendiendo las provincias de Kurdistán, Kermanshah e Ilam, así como una parte importante de la provincia de Azerbaiyán Occidental. El territorio habitado por el pueblo kurdo ha quedado repartido y dividido en cuatro países: Turquía, Siria, Irak e Irán. Ya había estado caminando las tierras kurdas en Turquía y ahora tocaba Irán.





Desde que llegué me sentí que caminaba dentro de un cuento, un viaje al pasado pero también a un presente extraño a mis sentidos. No habían grandes mezquitas, jardines u obras de arte arquitectónico que admirar, nada de eso encontraría en esta zona del Kurdistan. Aquí el interés estaba puesto en quienes les dan vida a los pueblos y ciudades: las personas. Lo que más me impactó desde un principio fue el cambio drástico en la forma de vestirse, son hermosos y pintorescos los trajes kurdos. Los hombres visten unos pantalones iguales a las bombachas de gaucho argentinas con unos chalecos de diversos diseños. No es que nos hayan copiado, sino todo lo contrario, el origen de nuestras bombachas de gaucho viene desde estas tierras y llegaron a nuestras pampas luego de una guerra que acechó esta parte del mundo a mediados del siglo XIX. Las mujeres, a diferencia de lo que se ve en el resto del país, usan vestidos coloridos y con distintos diseños. Es un espectáculo el solo hecho de caminar por las callecitas mirando los distintos atuendos que te hacen sentir haber regresado en el tiempo a una época pretérita. Pero no, es el presente, es su presente.


Entrada la tarde conocí a Ramin quien me invitó a su casa a cenar y quedarme a dormir allí. Su casa no quedaba en el centro de la ciudad, sino en un barrio popular ubicado en un pequeño pueblito a quince minutos del centro, donde vivía junto a su padre, madre y hermanas. Desde que entré en esa casa me hicieron sentir como parte de la familia, su madre me preparó comida tradicional kurda y conversamos hasta tarde en la noche. Basta decir que mi idea era estar solo una noche y continuar camino, y terminé quedándome con ellos tres noches haciendo un gran esfuerzo para despedirme.





La hospitalidad kurda no tiene explicación alguna. Salí a caminar por Marivan con mi cámara y no podía caminar más de una cuadra que las personas se acercaban a saludarme, preguntar de donde era e invitarme a tomar un té. Nunca en mi vida había tomado tanto té en un solo día como en mis días en Marivan. Pero no solo eso, lo que más me impactó fue la amabilidad y solidaridad que las personas en el Kurdistán tienen entre ellas mismas. Un día, caminando con mi amigo Ramin en dirección a su casa, tardamos tres horas en hacer un camino que tardaba no más de 20 minutos. Se volvió tediosa la cantidad de veces que Ramin se detuvo a conversar con algún conocido en la calle, lo que conllevaba una invitación a tomar una tasa de té. Cada saludo venía acompañado de una sincera sonrisa, preguntas sobre la vida, el trabajo y la familia o una invitación a sentarse a conversar. Ya llegando a su casa le pregunté si era normal y cotidiano esta amabilidad recíproca que se dejaba entrever en cada mirada y me dijo "Si, hablar con la gente nos hace más felices!"





Con el sabor amargo de la despedida me fui a la ruta a continuar mi camino. Después de recorrer un camino sinuoso en la montaña arriba de un camión, dos autos y dos camionetas, quedé a unos 5 kilómetros de Hawraman, el pueblo al que me había propuesto llegar ese día. Era temprano, todavía no era medio día y a lo lejos podía ver las casitas colgadas en la montaña al estilo de Iruya, el pequeño pueblo ubicado en Salta, Argentina.





Para ser sincero me sentía un poco agobiado. Desde que había entrado al Kurdistan la hospitalidad había sido excesiva al punto de sentirme incómodo muchas veces. Así mismo, esa mañana cada conductor había sido un encanto de persona pero me habían ahogado de preguntas y muestras de afecto. Ahora estaba solo en la ruta a pocos kilómetros del pueblo, los autos eran escasos y estaba cansado y aturdido, no sabía que estaba haciendo ni a donde iba. Decidí caminar solo con mi mochila, en silencio y solo. Cada tanto pasaba un auto y me miraba extrañado ¿Qué hacía un mochilero caminando solo entre las montañas? Yo esquivaba la mirada para evitar el diálogo y seguía hundido en mis pensamientos.

No se cuanto tiempo pasó pero llegué a Hawraman, un pueblo precioso que cuelga en la quebrada de una montaña. Decidí no quedarme esa noche allí, el sol todavía no llegaba a lo alto, me sentía un poco perdido y lo mejor que se me ocurrió fue seguir la ruta y ver donde me encontraría la tarde.



Seguí caminando un rato. Me sentía libre pero solo, feliz pero melancólico. Quería entender pero no era posible. Yo caminaba y la gente que cruzaba, hombres y mujeres vestidas con sus ropas tradicionales me sonreían y saludaban. Quería alejarme pero también me gustaba. Incomoda contradicción. Cuando estaba por tomar el camino equivocado una camioneta se frenó y me ofreció llevarme, como si tuviera alguna divinidad cuidándome en el camino.


Masticando extraños sentimientos, acepté y acompañé a la pareja turista iraní a un mirador, nos tomamos una foto y me dijeron que antes de llevarme a donde debía continuar mi camino tomara un café con ellos.





No fue solo una persona. Casi todas las personas con las que charlé, tomé un té, me llevaron en sus vehículos o simplemente entablamos conversación en la calle, se preocuparon por mi, quisieron ayudarme en mi camino y/o me ofrecieron comida o su casa ¿Cómo podía un desconocido recibir tanta ayuda desinteresada?¿tanto amor? Ya no lo pedía, no lo buscaba. Ya había comprobado de que estaba hecho este pueblo y aún cuando solo quería caminar en soledad seguía recibiendo muestras de cariño.


Luego de tomar el café me llevaron hasta donde debía tomar mi ruta y se quedaron mirando para asegurarse que no me equivocara. Un puesto militar custodiaba el camino y sus jóvenes soldados me saludaban al grito de "Messi" y yo les devolvía el saludo con mi mano. No podía hablar ¿Cómo es posible que un pueblo tan castigado, dividido, condenado y prejuzgado no tenga más que sonrisas, solidaridad y amor para entregar? Estaba desbordado y emocionado, algunas lágrimas rodaban por la montaña cuesta abajo, junto con algunas falsas verdades, buscando disolverse en las aguas del río que escurría en lo bajo.





Mientras caminaba hacia el lugar para probar suerte en el asfalto, veía tambalear la foto del Che Guevara colgada del espejo retrovisor del auto que me llevó en un tramo durante la mañana mientras el joven conductor kurdo señalaba la foto y con una sonrisa me decía "Yo soy como él". Dejo mi mochila a un costado de la ruta y recuerdo, mientras miro las montañas en el oeste kurdo, ese poema de José Martí que me recitó mi viejo cuando era adolescente:


"Cultivo una rosa blanca, en junio como enero, para el amigo sincero, que me da su mano franca.

Y para el cruel que me arranca, el corazón con que vivo, cardo ni ortiga cultivo, cultivo la rosa blanca.".


Me paré en la ruta, miré el camino y levanté nuevamente mi dedo como si fuera una rosa blanca. El primer auto que pasó se detuvo para que subiera.


Esa tarde, después de observar Irak desde lo alto de una montaña, terminé almorzando comida típica iraní hecha de almendras en la casa de una hermosa familia en la ciudad de Paveh. Comimos, hablamos sobre la realidad de Irán y el Kurdistan, me mostraron una pequeña villa que según me contaron es de la época de Jesús y luego de abrazos de despedida me dirigí a mi destino final para coronar la travesía, la ciudad de Kermanshah donde me esperaba mi amigo Hadi en su casa junto a otros viajeros/as donde pase unos días preciosos llenos de risas, cariño y aprendizajes.




Un pozo en la ruta, una dramática frenada y dos bozinazos me traen nuevamente al presente. El único peligro que he encontrado en Irán es el tráfico y sus rutas. Es de noche y todos duermen. Miro por la ventana y no se ve más que un hilo de luna que tímidamente alumbra el camino que cruza la tierra donde vive la gente más hospitalaria y amigable del mundo.

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