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Salí a buscar el pasado y me encontré con el presente

  • Foto del escritor: Peregrino Errante
    Peregrino Errante
  • 8 may 2022
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 9 may 2022

Dos familias turcas cenan juntas mientras escuchan la canción de Mercedes Sosa con Marcela Morelo “Jamás te olvidaré”. Yo a unos 20 metros, junto a mi carpa el pequeño pueblo de Pamukkale, dejo escapar una sonrisa mientras como un arroz con frijoles acompañado de una cerveza “Efes”. Lo fantástico de este momento mundano es que escuché esa misma canción en el tren que me dejó cerca de aquí esta mañana. Yo y la Negra viajando por Turquía, quien lo diría!


Han sido días intensos, de mucho movimiento y estímulos, que no me han permitido sentarme a escribir un rato.Desde mi estancia en la ciudad de Bursa hasta llegar a donde escribo estas líneas he transitado por al menos cinco pueblos y ciudades que me han agasajado con una increíble hospitalidad de los turcos/as.



Luego de la ciudad de Bursa, antigua capital del Imperio Otomano previo a la conquista de Constantinopla, donde experimenté el histórico “baño turco” y donde mi anfitrión Enes me llevó a comer el mejor Baclaba y postre de pistacho que he probado hasta el momento, me dirigí a Çanakkale buscando revivir el desembarco del ejército de Alejandro Magno cuando cruzó el estrecho de Dardanelos para conquistar Asia.



No sólo me encontré con Alejandro en el inicio de su travesía, tal como la mía, sino que allí mismo están las ruinas de la mítica ciudad de Troya. Hacia allí me dirigí y me di el lujo de acampar a unos pocos kilómetros de ella para sumarle uno más a la lista de los asedio que sus murallas tuvo que soportar.



En Esmirna, la excesiva hospitalidad de mi nuevo amigo y anfitrión me llevó a dar un recorrido completo por Efeso, antigua y hermosa ciudad que perteneció primero a los griegos y luego al imperio romano siendo uno de los principales centros comerciales de la época, después por Şelçuk, y por último un pequeño pueblo llamado Şirince donde hay una ex iglesia católica convertida en espacio cultural y mucho vino de distintas frutas.

Varios días de correr de un lugar a otro con mi mochila y sin descanso caminando por lugares cuya historia se remonta a miles de años hacia atrás. Pero aún así no quiero dejar pasar lo más interesante de todos estos días. Salí en búsqueda del pasado y cada día me encuentro con el presente que no deja de sorprenderme.

Todos los días quedo asombrado con la amabilidad y hospitalidad que recibo por parte de la gente de aquí.

Por contar algunos ejemplos, en Bursa, Enes, quien generosamente me recibió en su departamento, médico residente de cardiología y, como su realidad no es distinta a los residentes argentinos, le tocaba la guardia de 24hs en el hospital, confiadamente me dio las llaves de su casa y me dejó un día y medio sólo sin siquiera conocerme. Cuando terminó su guardia me llevó a recorrer y visitar lugares escondidos en la ciudad, y luego de las ocho de la noche de ese día, cuando terminaba el ayuno de Ramadán, el cual hice con él a duras penas y cuya experiencia, conversaciones y reflexiones al respecto contaré en otro momento, cocinó para mi comidas típicas, me hizo un exquisito café y luego me invitó a comer postres turcos a su lugar favorito sin permitirme soportar ningún gasto.



Historias de estas me suceden todos los días. Otro ejemplo en Esmirna. Llego de noche a la terminal y debo tomarme un bus que me deja a tres cuadras de la casa de Muhammed, un joven que por Couchsurfing se ofreció a alojarme. Subo al bus junto a otras personas en la terminal. Luego de un rato de recorrido se baja la última persona del bus, además de quien escribe, y quedo solo con el chofer quien me mira extrañado por el espejo retrovisor. Las dudas me acechan de cerca así que me acerco con el traductor a preguntarle si se dirige al lugar de la ciudad donde está mi parada. Me mira asombrado, estaciona el bus a un costado y me dice entre gritos, con sonidos que no entiendo, y señas, que este bus no va en esa dirección. Miro el mapa y confirmo mi interpretación, estoy en el otro lado de la ciudad, la tercer ciudad con mayor población de Turquía. Se me hierve la sangre, transpiro, son las once y media de la noche y tengo que cruzar toda una ciudad para llegar a un techo seguro. El chofer, con mi traductor, me ofrece llevarme nuevamente a la terminal y acepto con cierta frustración. Sigo cada curva y calle que toma el bus en el mapa mientras el chófer canta canciones en turco e insulta a los demás conductores por sus maniobras peligrosas. Solo espero llegar rápido para enganchar el bus que sale al centro de la ciudad en 15 minutos. Y en este momento es cuando sucede lo inesperado, uno más de los hechos sorprendentes que confirman un patrón de conducta de quienes habitan este suelo. El chofer, según seguía yo en el GPS, desvió su camino y evitó entrar en la terminal. No voy a mentir, al principio me dio entre desconfianza y miedo, pero al estudiar detalladamente la dirección de la ruta que tomó, entendí. No lo podía creer. El señor chofer me llevó exactamente a la parada del otro bus que yo debía tomar. Si. Cruzó toda la ciudad de una punta a la otra solo para llevarme a mí a esas horas de la noche donde me debería haber dejado el bus correcto y llegar a la casa de Muhammed. Escribí un mensaje de eterna gratitud en turco y con mi pésima pronunciación le dije “gracias” en su idioma, me miró con una sonrisa, se puso la mano en el pecho y me hizo una reverencia aceptando mi agradecimiento.



Es imposible no sentir cierta incertidumbre sobre el futuro que me aguarda. Comienzo poco a poco a dirigirme hacia el este del país donde, según me cuentan, los estilos de vida son totalmente diferentes a los que observo y disfruto en la zona oeste del país. Las dos familias terminaron de comer y se están por ir a dormir. Escuchan a los Bee Gees.

 
 
 

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